Publicado en Minirrelato

Sí o no

Aparcan frente a su casa. Sacan el tablón y las patas de la mesa que le ofrecieron por haber comprado una nueva para su comedor, más pequeña y moderna, con laterales de cristal esmerilado. Lo suben al piso y lo dejan en el pasillo. Él entra en el salón y estudia mentalmente la disposición del salón, para visualizar virtualmente la mejor localización para la mesa. Sin duda, la mejor posición, provisionalmente, es sustituir la otra mesa, la de IKEA encontrada meses atrás junto al basurero. Ella deja su pequeño bolso sobre el sofá.
—Ahora podrás traer a más invitados a tu casa con tu nueva mesa—, dice ella con ese tono ligeramente eufórico, pero con cierto toque de ironía, que le sale tan natural. Él no suele traer mucha gente a casa.

—Sí, bueno, al menos ahora parece más un salón de verdad que con esta otra—, busca el destornillador de estrella, toma la mesa con forma de 8, o, mejor dicho, de compresa, le da la vuelta y empieza a desmontar las patas.

Ella, mientras tanto, anda despacio por la casa, mirando qué otras posibles mejoras podría sugerirle. Él escucha los tacones, que se mezcla con sus latidos, mientras termina de desmontar la mesa y la guarda en la habitación que usa de trastero.

—El salón quedaría mejor si le das un toque de color. Creo que un tono crema o verde muy suave lo puede alegrar—, y así varias ideas más, alguna de las cuales son discutidas, desganadamente, por él; otras son afirmadas con un silencio y un leve mmm-mmm.

—Aquí podrías poner una estantería de pared, y ganar espacio para poner la cama debajo—. Tras un cuarto de hora yendo de aquí para allá, recolocando elementos, parándose a observar las posibilidades que ella le muestra, él siente que está perdiendo el tiempo. La angustia de tanta banalidad le corroe y, mientras ella mira desde el marco de la puerta del pasillo que da al dormitorio la ventana que da al noroeste, él posa sus manos en sus caderas y le susurra al oído:

—No puedo aguantar más.

—Yo tampoco—, responde ella con un cálido ronroneo.

Sus manos la rodean suavemente y sus bocas se buscan. El aire se detiene y la sangre se despliega como flores al sol. Se tienden, asidos por los labios como dos naves en el espacio. Prescinden de todo aquello que no vino con ellos al mundo. Las manos navegan por sus cartografías, sus montes, valles y llanuras. No hay música para esta escena, el momento de la elipsis pudorosa. Unos dedos son invitados a entrar. El niño se hace mayor. Arriba y abajo. Luz y oscuridad. Sabor a recuerdo. Olor a mar. Todo se vuelve etéreo menos el placer. Sus piernas lo atrapan suavemente. Cada vez que llega hasta el final es como dar las gracias al milagro. Sus leves gemidos son la señal de que ella también está agradecida, una y otra vez, y con ello él se siente feliz.

Cuando sus cuerpos les piden un descanso, más a él que a ella, se quedan mirándose el alma a través de sus pupilas.

—Te echaba de menos—, dice ella.

—Yo también… pero no quiero hacerte daño—, responde él.

—No me haces daño. Lo hago porque contigo estoy bien. Le he dicho que después de traerte la mesa tenía que salir corriendo a hacer unas gestiones antes de las dos. Pero evidentemente esas gentiones pueden esperar.

Él la mira y le acaricia la mejilla.

—Él me hizo ayer unas preguntas sobre ti—, continúa. —Dice que te veo demasiado. Lleva unos días comportándose más mordaz con mis encuentros contigo, sobre todo después de acabar el curso. Yo le he dicho que suelo quedar con más gente, además de contigo, pero creo que ya no se lo cree. Me parece que ya intuye algo.

—No querría que todo esto te trajera problemas. No sé qué decirte… Me gustaría pedirte que le dejases y vinieses conmigo… pero yo no creo que te merezca… Te agradezco todo lo que has hecho por mí, y sobre todo… el hecho que estar ahora contigo, así, y haberlo estado todo este tiempo, disfrutando de ti, ofreciéndomelo todo… es más de lo que podría desear.

Ella no dice nada. Lo mira con cariño, pero también con una pizca de lástima.

—Me gustaría decirte que te quiero… pero me da miedo…— prosigue él. —Tengo miedo a empujarte a un vacío al cual no sabemos dónde te llevará. No me atrevo a llegar tan lejos. No me acabo de creer mis propias posibilidades… A veces pienso que todo esto no es real. Es demasiado perfecto. Es como un sueño.

El silencio. Él continua, al no recibir réplica.

—Pero yo no quiero ser quien diga que no a esto; no, mientras tú quieras estar conmigo, cuando tus circustancias te lo permitan… Me gustaría poder estar más tiempo contigo, pero mientras estés con él, no puedo pedirte más. Me gustaría que estuviéramos más tiempo juntos, y no voy a ser yo quien renuncie a hacerlo si tú también lo quieres. Tú debes ser quien ponga fin a esta situación, si lo deseas, o lo necesitas. Yo no voy a pararlo, si tú no me lo pides. No quiero perder cada oportunidad de estar cerca de ti. De verte, de hablar contigo… y, si hay suerte, de tocarte y… amarte.

Ella le mira mientras, en su interior, todos los interrogantes del mundo son arrastrados por el maelstrom de la duda.

Sus miradas no logran mantenerse más tiempo enlazadas; ella se vuelve y plasma en el techo todas las preguntas que ahora le apretan el corazón.

—Pero… ¿me quieres, sí o no?

Él no se atreve a responder enseguida. En su mente racional elabora ecuaciones de valores y resultados… Analiza las etimologías de cada palabra que piensa utilizar y evalúa los significados intrísecos y absolutos de sus consecuencias. En el fondo, no quiere hacerle daño, y cree que decir que sí conllevaría para ella unas decisiones dolorosas, y posteriormente una decepción, y posiblemente arrepentimiento.

—Puede que me lo tenga que echar que recriminar toda mi vida. Deseo todo, y solo, lo mejor para ti. Por eso, creo que si he de darte una respuesta a eso… debería decir… que no.

Ella se tapa los ojos con la mano, para enjuagar sus lágrimas. Recoge sus cosas y se va. Él siente cómo su corazón muere, pero lo consuela pensando que ha hecho bien.

Ejercicio para Taller de Iniciación a la Novela, de la Biblioteca Pública Municipal Usera José Hierro (Madrid)

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